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Una buena muerte

por Salma Corona

Ahora que lo pienso, fue una buena muerte, rápida y sin dolor… creo que ni siquiera se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Para los demás fue diferente. Todo tan aprisa y al mismo tiempo como si sucediera en cámara lenta: la sala, la televisión, la comida sobre las mesas portátiles, el grito y su corazón detenido… ¡pobre corazón!

La ambulancia no tardó, pero tal cual llegaron se fueron. Esperar a que apareciera el perito para levantar el acta fue otra cosa: cuatro horas le tomó al licenciado, según porque era de noche. Poco a poco fueron llegando los hijos, Ismael lo hizo primero, después Virginia, pálida y temblorosa; y finalmente Agustín.

Supongo que Ismael abrió con su llave, no lo sé. Cuando me di cuenta, estaba mirándonos desde la entrada de la habitación, creo que aún me encontró sentada junto a él. Los platos seguían tirados sobre la alfombra y se puso a levantarlos. No me dijo nada.

De los tres, él es el que se parece más a mí. Siempre sentí que entre nosotros se establecía un diálogo continuo sin mediar palabra. Eso no le gustaba a su padre, decía que no era una relación normal, que los otros dos lo resentían, y supongo que por eso nos alejamos… Con Virginia es diferente, su comportamiento me resulta incomprensible. La quiero, pero simplemente somos diferentes: ella invariablemente está hablando, riendo, gritando, llorando…

Y Agustín, mi pequeño Agustín. Tan formal y responsable. Tan pendiente de nosotros, niño jugando a ser adulto. Desde pequeño se escondía detrás de mí, en cualquier lugar donde hubiera personas desconocidas. Sólo jugaba con sus hermanos. El problema fue cuando éstos crecieron… se quedó tan solo. Por eso, cuando ya estuvo en edad de valerse por sí mismo, lo eché de la casa, tanto él como su padre me odiaron; es más, creo que aún lo hace. Ahora pocas veces viene a la casa y cuando platicamos rehúye la mirada.

Después de todo el papeleo se lo llevaron, había que hacerle la autopsia. Cuando nos lo entregaron ya era otra vez de noche. Mis hijos nos llevaron a la funeraria, aún no sé quién hizo los arreglos, ni quién avisó a la familia; supongo que Virginia, le gusta hacer ese tipo de cosas. Para cuando llegamos, nos esperaba una gran cantidad de personas que tenía mucho tiempo que no veíamos. Mis hermanas corrieron llorosas a abrazarme. Entonces nos separaron, a él lo condujeron al centro de la sala y fui presa de docenas de brazos que me estrujaban y repetían “lo siento tanto”, “era tan bueno”, “pero no estás sola” y muchas más cosas que dejé de escuchar.

Después de cuatro rosarios completos, mis hijos caminaban de un lado para otro hablando con las personas, llorando. Virginia estuvo a punto de desmayarse en más de una ocasión; afortunadamente, Pedro, su marido, estaba cerca. Lourdes y las niñas llegaron después e inmediatamente empezaron a repartir café, servilletas y no sé qué más. Fue un buen detalle para Ismael. ¡Ojalá pudieran resolver sus problemas y quedarse juntos!

Mis hermanas se acercaban de vez en cuando y me platicaban cómo habían atravesado el penoso trance de perder a sus esposos, se santiguaban cada vez que mencionaban el nombre del difunto, junto con un “…que Dios tenga en su santa gloria”, y yo no podía dejar de pensar en lo terriblemente cansado que debía ser hablar de esa forma.

La madrugada entraba por lo vitrales que adornaban la sala cuando Agustín se acercó a mí. Me miró de una forma que todavía no sé descifrar y me abrazó; muy quedamente me susurró al oído “perdóname Mamá”. Su abrazo fue cálido y su voz tan llena de dolor que por primera vez desde que inició el numerito sentí ganas de llorar. Sin darme cuenta comencé a mecerme con mi hijo abrazado a mí y como si eso fuera una especie de señal, se acercaron Ismael y Virginia para abrazarnos y quedar fundidos, los cuatro, en un suave balanceo de amor y dolor, de suspiros y llanto.

Después de eso, ya no supe nada más. El entierro transcurrió rápido, o al menos así lo sentí. Fue como estar viendo una película muy triste, en donde mis hermanas lloraban desconsoladas y Virginia intentaba arrojarse encima del féretro cuando lo iban bajando.

Agustín me trajo a casa, preguntó si quería que se quedara un rato más. Se lo agradecí. La casa me era extraña, la televisión se quedó encendida, lo mismo que la luz. Los platos aún tenían restos de la comida de ese día, entendí que ya no estabas, nunca más lo estarías y me dolió el corazón. Despedí a Agustín en la puerta, quedó de llamarme al día siguiente. Me senté en el sillón y miré tu lugar vacío.

Traté de dormir, pero sentía la cama muy fría, fue extraño. De tanto movimiento las cobijas se cayeron, me incorporé para jalarlas y al hacerlo percibí tu olor, seguí tu rastro hasta llegar a la almohada… quise llorar, desgarrar mi garganta gritando, pero únicamente salieron dos pequeñas gotas de mis ojos. Caminé por la casa oscura como alma en pena, mirando todo, tratando de reconocer algo que me fuera familiar…, lo peor fue el silencio, en la calle, en la casa, en mí.

Los días siguientes todo empeoró. Mantenía encendida la televisión todo el día y en una ocasión los vecinos me reclamaron por el volumen. El lunes desperté temprano para ir a trabajar. Al salir de la casa recordé que una semana antes había sido mi jubilación. Me dio tanta risa, que tuve que sentarme en el sillón para no caer. Al levantar la cara, el espejo mostró una mueca rígida y enloquecida, y enmudecí.

Mis actividades se redujeron bastante, el cine y el gimnasio se convirtieron en recuerdos de una vida anterior, en las mañanas me levantaba y caminaba por la casa, en la tarde me sentaba en el sillón y en las noches salía a caminar por el jardín. Tan extenuante jornada sólo era interrumpida por las visitas y llamadas que me hacían mis hijos. Estaban preocupados, en más de una ocasión me encontraron oliendo tus cosas, abrazando tus trajes, acariciando el sillón. Su angustia llegó a tal grado que llamaron a un médico que me recetó algunas pastillas de colores: para dormir, para no estar triste, para sentirme con energía.

Las pastillas funcionaron, ahora caminaba más rápido por las mañanas, me dormía en el sillón y pasaba las noches dando vueltas en el jardín. Hasta que en una de esas tardes, en el sillón, mientras luchaba por no quedar completamente dormida, te sentí junto a mí.

Desperté en la noche, miré tu lugar y seguías ahí, sentado frente a la televisión. Me levanté de un brinco llena de alegría, las lágrimas salían de mis ojos. Te hablé pero no respondiste, quise abrazarte pero mis brazos terminaron en el respaldo del sillón. Entonces me di cuenta de que realmente no eras tú, era tu sombra que miraba la televisión y mantenía los brazos al aire, como cuando tenías la mesa portátil.

Burlada, lloré el llanto de varias semanas contenido. A las nueve, te levantaste e hiciste la seña de apagar el televisor. Era hora de dormir. Fuiste a la cocina a dejar tu plato, después al baño y finalmente a la recámara. Pasaron algunos días antes de que entendiera que estás siguiendo una rutina. Por las mañanas te levantabas temprano, te bañabas, vestías, me dabas un beso y salías a trabajar. En las noches, a veces te me acercabas y pretendías tocarme.

Mi humor cambio drásticamente, boté las pastillas, ya no las necesitaba. Sin darme cuenta, yo también comencé a seguir una rutina, me convertí en la sombra de tu sombra, descubrí muchas cosas acerca de ti, algunas agradables como saber que antes de irte te detenías a mirarme, otras no tanto, como que no levantabas el asiento del inodoro. Y cada cosa que descubría me hacía sentirme más cerca de ti.

Decidí no decir nada al respecto a los hijos, porque las veces que venían parecían no percatarse de tu presencia. Estaban contentos de verme animada, ellos juraban que el doctor aquel era el responsable de mi recuperación y yo solamente sonreía.

Varías semanas después, ya no me era suficiente conocerte dentro de la casa, tenía que saber todo de ti. Seguirte en la calle no fue fácil, te perdía cada vez que me encontraba a conocidos que invariablemente me preguntaban sobre mi estado de ánimo y la forma como sobrellevaba la situación, o en lugares donde había demasiada luz.

Los descubrimientos obtenidos de esta actividad, no fueron tan agradables: descubrí que una vez por semana te ibas a jugar billar, y que cada dos te salías a las diez de la mañana de trabajar.

Esta última rutina fue la que más me intrigó, eras demasiado cuidadoso y te perdía el rastro continuamente. Después de un mes de franca vigilancia, llegué hasta una casa, ¡a veinte minutos de la nuestra! Mi corazón latía aceleradamente, de buena gana hubiera entrado para ver qué carambas hacías allí.

Esos días, llegabas tarde a casa. Nuestra rutina continuaba. Mis nervios se empezaron a alterar, estaba hecha una furia, lo peor fue que mis hijos lo notaron e insinuaron que debía ver nuevamente al doctor, argumenté que todo era por falta de actividades y que pronto encontraría qué hacer, eso pareció tranquilizarlos.

Monté guardia fuera de la otra casa. No puedo decir que me sorprendió ver que en ella vivía una joven mujer con dos niños. Lo que sí fue una sorpresa fue ver a Agustín saliendo de ahí. Embebida en mis pensamientos no me percaté de que me había estacionado justo frente a ellos. La cara de Agustín se transformó, pánico, tristeza, cansancio alternaban en su rostro. Se dirigió a la mujer que me miraba azorada y se despidió de ella.

Regresamos juntos a la casa, en el trayecto me contó cómo siendo niño te había seguido, igual que yo y cómo se había dado cuenta de lo que hacías, y la angustia que le producía saber tu secreto. Fue muy triste.

El fin de semana organicé una venta de garage. Saqué tu ropa, tus libros, tus objetos personales. Limpié la casa a profundidad e incluso mandé a lavar el sillón… ¡por fin me deshice de ti!