por Aurora Enríquez
[La siguiente anécdota aconteció en Hecelchakán, lugar donde se tejen interesantes historias.]
En los poblados, es común que los niños, después de sus actividades escolares, se reúnan en algún campo para jugar. Una tarde, estando sentada cerca del campo, observé un grupo de amigos que entraba por la abertura del cerco.
Estos chicos, niños entre 7 años y 9 años, venían con una energía muy espontánea para practicar el deporte popular de la zona: el béisbol. Traían consigo rústicos y maltrechos bates, guantes, pelotas, y sus mochilas del colegio. Todos venían dirigidos por “Chico”, un pequeñín como de 8 años, quien conducía a sus compañeros como todo un experto en la materia.
Mientras “Chico” daba las indicaciones de cómo se jugaría y “quién con quién”, otro niño se encargaba de preparar su marcador; con un palo diseñó sobre la tierra la división de éste, y con sus piecitos borraría según fuera cambiando el marcador.
Me pareció que no les incomodaba que los observara; al contrario, trataban de lucirse más y a forma de saludo me gritaron: “una cascarita nomás…”
Con una curiosa señal dieron inicio al juego y de forma magistral, que no le piden nada a los jugadores profesionales, con sus pequeñas manitas, lanzaban la bola y bateaban buenos jonrones.
Cuando alguno de ellos fallaba o era ponchado, salía a relucir su amplio y florido lenguaje, una combinación muy singular entre el español y el maya.
En el clímax del juego, cuando el equipo de Chico ganaba 2 a 0 al del Flaco, se suscitó un incidente: Quique lanzó un batazo hacia el jardín izquierdo y al correr hacia la primera base chocó fuertemente con Memo, quien cayó súbitamente a la tierra mientras se cantaba el jonrón que impulsó a Quique a seguir corriendo y anotar una carrera más. Se anotó la carrera, y Memo continuaba tirado en el campo; entonces, los pequeñines inmediatamente se acercaron a ver cómo estaba su amiguito que se quejaba de dolor. Y entre regaños y jaladas trataron de levantarlo. Memo al fin se reincorporó y, por su expresión, pude notar que su abdomen había recibido el impacto; también los niños se dieron cuenta y, por ello, no le permitieron seguir jugando.
Jugaron otra cascarita más sin Memo, quien forzosamente levantó su mochila del suelo. Rato después, se oyó la voz de Chico preguntando la hora.
―¡Son las 2pm! ―contestó Iván.
―¡Órale chamacos, vámonos, recojan las cosas!
―expresó Chico.
Y a la orden de su “comandante”, los niños recogieron sus pertenencias y salieron corriendo como pajaritos que inician el vuelo para llegar a sus hogares. Al verlos alejarse y dejar el campo vacío, me di cuenta de que ellos, con sus juegos, hacen que la cancha tome vida y los que pasamos por ahí disfrutemos de una cascarita nomás…