Ángel Vergara
Cuando el citadino* apareció, el ser
humano había ya dejado atrás la manía de
luchar contra la muerte. En un mundo sin
quimios y epinefrinas se bebía la finitud
como la sopa diaria. Todo apestaba, pero
ya no había miedo. Sin embargo, había
sido el temor que dio origen a Dios, lo que
formó su cuerpo humano perfecto. Ahora
ese terror del hombre antiguo se había
posesionado en él. El miedo le aportó más
que la nanotecnología y, desconsolado,
comprendió que existe para un ser sin
alma, la resurrección eterna. ¿De qué
servía ser imagen, si de ellas está poblado
el mundo y el único resultado fue la
destrucción y por lo tanto el miedo?
Cuando el citadino decidió morir,
notó que las bacterias ya estaban
royendo sus entrañas. Su corrupción
había comenzado mucho antes de que
goteara lo que él creía era su aceite.
Comenzó a explorar el cuerpo que
perdía vida, encontró fibras ópticas que
lo paralizaron. Encontró un motor y
muchas bombas, focos, filtros y circuitos.
Mientras partía en cuatro aquello que
(¡mentirosos!) le habían dicho que era
su hígado y examinaba el metal que lo
*Recordando al auténtico
engañó con parecerse al hueso, su cuerpo
del último siglo comenzó a colapsar. La
única cámara que permaneció encendida
pudo grabar cómo el aceite se volvió rojo.
Murió con la alegría de sentirse humano,
envaneciéndose de ser El nuevo hombre
bicentenario.❧